Mi viejito

A diez centímetros de su rostro, el mundo entero se detiene. Mi viejito achina los ojos y arruga la nariz en una secuencia ralentizada de felicidad muda. De pronto, en este zoom privilegiado todo se me antoja perfecto. Le beso el mentón y se deja hacer como un perrillo panza arriba, para después ser él quien improvisa una nueva forma de besar succionándome la nariz. Me babea. Mi venganza: hacerle cosquillas entre los pliegues templados de su cuello en prácticas.

Mi muñeco pelón de manitas frías, uñas de cuchilla y pompas de Nenuco se enfrenta a escatológicas angustias que casi siempre ahogamos en una copa –con tetina- de infusión de manzanilla. Se decreta el estado de sitio en mi cuarto, tiemblan hasta los peluches. Alaridos, tensión. El desenlace es un concierto de viento sorprendente para un cuerpo tan menudo.

Ya pasó, ya pasó… Tranquilo…

Menos mal que cerca de mi corazón está el néctar que todo lo cura. Su boquita se imanta a mi pecho y comienza un banquete a ritmo de pistón de agua hasta que, extasiado de prolactina se queda frito dejándome ver sus larguísimas pestañas. Trato de retener el mejor plano cenital de mi vida, ese, que afortunadamente no puede captar con exactitud la cámara de mi móvil, solo yo, desde mis ojos. Vencido, profundo, en mi regazo… No. El mal no puede existir.

Despierta. Tuerce la boca en un bostezo que le tensa desde la cabeza a los pies: flexiona las piernas, se le disparan las nalgas, se contorsiona y se estira, rehusando la crisálida de mis brazos, para luego encogerse otra vez igual que cuando era un inquilino misterioso en mi vientre. Esconde la cabeza en mi pecho. Se le enciende una sonrisa desdentada. 

Liberado ya del monstruo pedorro, mi dibujo animado se viene arriba y dirige la orquesta de mi atención con la doble batuta de unos bracitos eléctricos que no atinan todavía, pero ya aciertan a dar considerables manotazos al aire. Respira y agita las piernas con entusiasmo frenético y sus piececitos me golpean la tripa, todavía una flácida colchoneta sobre la que ensayar acrobacias…

No he hecho nada para merecerlo, pero aquí está. Y yo, que no quiero que se vaya ni que nada cambie, sé que todo tiene que cambiar cada día. Por eso, aunque no hay ego posible entre tanta ternura regalada, me atrevo a desear que el tiempo pase despacio para poder alargar el rato en que mis hombros sean el promontorio seguro desde el que mirar el mundo, y que yo siga siendo el planeta que le sonríe mientras la felicidad le eclosiona en los mofletes.

Adoro a mi muñeco, mi dibujo animado, mi cachorro de ojitos espantados, mi universo en miniatura; MÍO, sí, aunque mañana sea de otra, de otro o de nadie y nuestro cordón umbilical invisible zigzaguee como una serpiente ciega mendigando abrazos por Navidad.  

Mi viejito, que aun siendo tan nuevo es viejo, pues sus latidos claman una verdad antigua. Que la vida se impone. Animal, poderosa, inocente y tan bella que emociona y duele. Ya pasó, ya pasó…. ¡Ojalá no pasara!

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