Esta tarde, nos hemos escapado a tender y a respirar a la azotea. Ese lugar desangelado y feo, con el suelo alfombrado de cacas de paloma y una reunión multitudinaria perenne (¡que los multen!) de aparatos de aire acondicionado polvorientos. Podríamos haber jugado al boleyball con un globo usando los cables del tendedero, pero no he dicho nada porque sé que está prohibido y que el viento habría llevado nuestro globo contaminado hasta el infinito y más allá. Así que me he limitado a dar vueltas con el bebé en la mochila, como buena presa, y he inmortalizado con el móvil el brote Kung-Fu que les ha dado a los niños para deleite de abuelos en la distancia.
A la vuelta, mi bebé ha empezado a hurgar en la cesta de los pañales y a sacar cosas. Supongo que buscaba gente escondida a la que saludar, que no fueran sus hermanos, los muebles o cuadros enmarcados a los que prodiga buenos días a diario.
Los niños, qué asombrosos son, acaban adaptándose a todo.
Una de las consecuencias de afrontar un diario de cuarentena siendo madre de familia numerosa es precisamente no hacerlo y sentarse a escribir hoy, cuando ya se cumplen treinta días de confinamiento. Un mes en el que no se ha hablado de otra cosa y en el que los chistes y las estadísticas trágicas se han simultaneado con surrealista naturalidad. Palabras ya para siempre cosidas a esta crisis: resistiré, arcoíris, curva, contagio, papel higiénico, bizcocho, epi, sanitarios, quédate en casa… etc. se acumulan a lo largo de días excepcionales que ya no lo son tanto porque cada nueva prórroga los vuelve irremediablemente repetitivos. Es probable que la normalidad, tal y como la conocíamos, tarde mucho en instaurarse de nuevo en nuestras calles, si es que para entonces el mundo no es ya un lugar distinto, ojalá mejor. Aún no sabemos, aunque lo intuyamos, hasta qué punto esto va a cambiarlo todo.
Y ahí estarán ellos, nuestros niños. Me pregunto qué panorama vital les dejará este paréntesis con sabor a Apocalipsis y cine. Yo insisto en decirles que están viviendo un momento histórico; que lo escriban, que lo dibujen, que lo verbalicen y que lo encierren en la cápsula del tiempo de su mente en el futuro se estudiará en los libros (o donde sea que se estudie) y ellos habrán sido testigos en primera línea.
Sin embargo, tengo dos simples frases con las que mis hijos me han dado una lección al respecto estos días. La primera: ¨Mamá deja el móvil y atiende a tu hijo”, y la segunda: “Papá te quiero tela”. Respecto a la primera, qué les voy a exigir a la hora de exprimir con los ojos bien abiertos esta experiencia, si yo misma siento una especie de bloqueo emocional, por empacho tecnológico, que me impide sentir la necesidad de decir ni sentir nada que no se haya sentido, compartido, publicado, reenviado, subido, y emitido ya. En cuanto a la segunda, quizás es verdad, sentimentalismos aparte, que esto es una oportunidad para empezar a tomarse en serio ciertas cosas. Por supuesto, el amor que nos permite relativizar todo lo demás, pero también el amor a la humanidad como especie, a la ciencia y los científicos, el tele-trabajo y conciliación, la solidaridad internacional ahora que empezamos a atisbar lo que se avecina en el Tercer Mundo…
Hoy nuestras manos se resecan a fuerza de lavarlas, un poco aburridas ya, reconozcámoslo, del aplauso de las ocho. Las mascarillas no logran enmascarar el aliento de la incertidumbre y nos consta que tampoco ningún guante nos protegerá del post Covid 19 . Somos vulnerables por mucho que nuestra necesidad de “compartir”, “estar conectados”, “gustar” nos haga sentir mas fuertes. También somos más infantiles. A ellos, a los verdaderos niños, lo de permanecer encerrados haciendo tareas de cole y agotando recursos lúdicos les parece más de pringados que de héroes pero aún así, aceptan estoicamente su rol y se adaptan.
Sí, claro que me gustaría que salieran antes de que se levante del todo el confinamiento y vuelvan el bullicio y la vida. Pero no para evitar que se vuelvan miopes, pálidos, mustios, locos o su irascibilidad alcance ya cotas insoportables. No deja de ser cuestión de tiempo.
Simplemente, me gustaría que salieran ahora, antes de que pase todo, para respirar la silenciosa y triste belleza que encierra la ciudad vacía y el cielo más azul que nunca. Y que escuchen los pájaros Quizás algún día necesiten recuperar ese instante, desde algún recodo de su memoria inconsciente, para tomar una decisión sobre su vida y su planeta.
