El efecto guacamaya

Dicen que si les pones comida y atraes su atención, a la larga las tienes allí todos los días, a la misma hora, comiendo en tu barandilla: una, dos, tres, siete… Y que ya no dejan de venir.

Un privilegio así no es algo frecuente, así que recién llegada a Caracas le puse mucha ilusión a mi empeño por seducirlas: pipas de girasol, un bebedero reciclado, cambur (plátano) esparcido en superficies estratégicas… Y hasta las invitaba cada tarde con sonidos de pajarraca loca al borde del estrangulamiento. De vergüenza ajena, sí, todo porque vinieran.

Lo que voy a contar a continuación es verídico:

Llevamos dos y meses y medio aquí y puedo contar con los dedos de una sola mano las veces que me he acordado de renovarles las pipas o montar el numerito acústico. En realidad, tras varios-pocos- días planeando por la terraza y posándose cerca pero no lo suficiente, directamente desistí de la emoción del primer párrafo. Empecé a pensar que los videos y testimonios que circulaban por ahí eran pura leyenda urbana. En lo a que mí respecta, las guacamayas ni siquiera se comían las pipas, que yacían en el comedero blanduzcas, húmedas y de un marrón cero apetitoso.

Una mañana de hace un par de días, mi hijo mayor me llamó con ese grito alarmista que hace que se te pase toda una película de catástrofes domésticas por la cabeza. En realidad, tan solo quería que compartiera con él su «momento guacamaya». Efectivamente, al salir a la terraza la vimos: era una sola, grande y altiva, con unos colores tan vivos que parecía que hubiera irrumpido un dibujo animado. 

El entusiasmo familiar nos invadió a todos. No sabíamos si ofrecerle la mano o el puño covid, apartarnos y simplemente observarla, hablarle con naturalidad… ¿Señora guacamaya? ¿Guacamaya bonita? ¿Hola guacamaya? ¿Pirrriiiii pi rriiii? Al final optamos por llamarla Lucía. Sonaba bonito.

Pues bien, la amiga Lucía no estuvo más de tres o cuatro minutos observándonos, manteniendo la distancia social de seguridad y dejándose querer: enseguida alzó el vuelo y, como en los mejores espectáculos, nos dejó con ganas de más. Pero era un principio. ¡Hay gente que tarda meses y hasta años en atraerlas!

Todo esto me hizo pensar en el valor de la constancia. En que si Lucía había venido, podrían venir otras y en que si no hubiera desistido tan pronto, habría muchas más Lucías en mi terraza… Así que empecé este artículo como excusa para hablar de eso: de la constancia. Y también para fustigarme por la carencia de ella, ese defecto mío de parir ideas como proyectiles apasionados que a la hora de ejecutar y culminar se desinflan como globos. 

Aunque estábamos lejos de la Navidad y sus puñeteros propósitos de enmienda, me pareció una gran oportunidad para trazar un único objetivo: Que vengan las guacamayas. Detrás de ese lema, estaba mi firme propósito de ser más perseverante en mis proyectos. Da igual el que fuese. Y me pareció una forma muy motivadora de trabajar en ello. Si lo conseguía, si las guacamayas venían a mí, sería como una confirmación de que quien la sigue la consigue y yo me sentiría la reina del mambo. Si vienen las guacamayas, es que todo, absolutamente todo en esta vida, es posible. 

Y así, mi éxotica experiencia National Geographic mutó en capítulo de un libro de autoayuda.. Lo que yo no esperaba es que de repente al día siguiente de empezar a escribir el artículo para contar justamente eso, la relación (inventada) entre las guacamayas y el valor de la constancia,  el milagro surgiera de forma tan repentina. Todo empezó con una encaramada a la palmera, a la que me puse a hablar con un tono cariñoso y naif que de haber sido yo la guacamaya, igual hasta huyo. Pero vino y se posó en la barandilla. ¡Ay dios mío! y luego otra. y luego dos. Y cuando quise avisar al resto de la familia y sacar el móvil, ya había doce guacamayas echando el rato sin prisa con nosotros y comiendo de nuestras manos… ¡y labios!

Cómo explicarlo… Fue una hora y media de desconcertante felicidad. Aunque claro, en lo que me concernía a mi y a mi artículo… ¿cómo encajar este premio a mi no-constancia? Decidí interpretarlo como una señal. Las guacamayas habían venido a decirme: “¿Nos querías? Aquí nos tienes. Ahora te toca a ti. No nos defraudes. “

Y en esas estoy. De niña, aprobar o no dependía de si me acababa el vaso de agua antes de que terminara la canción de la radio y mi felicidad era un taxi que tenía que pasar antes de que cambiara el semáforo a verde. Ahora con cuarenta y cuatro, veo señales en las guacamayas… Ya me vale, sí. Y sin embargo, les agradezco hacerme sacar tres conclusiones:

Una, que quiero que para mis hijos el hábito de la constancia en sus propósitos sea como el de lavarse los dientes o hacer pis antes de acostarse. Algo necesario e incuestionable en su día a día, se propongan lo que se propongan.

Dos, que las definiciones que ofrece la RAE de perseverancia y constancia son demasiado confusas como para dar matices: la perseverancia es la acción y efecto de perseverar, es decir, mantenerse constante en algo, y constancia es la firmeza y perseverancia del ánimo…

Tres, que a veces la naturaleza brinda instantes únicos y tiernos como un buen colacao al final del día. Y hay que aferrarse a ellos como las guacamayas a la barandilla. Y procurar que vengan más, ¿por qué no?

Y ahora me toca mover ficha. Tengo mucho que agradecer al efecto guacamaya.

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