El Flash

A Cristina Fernández.

Yo a este no lo perdono más. ¿Por qué a mí, que tan leal le he sido siempre? Se lo pregunto una, dos, tres mil veces al día, pero solo recibo un rumor de olas embriagadas de galerna y su crujido abrupto contra el farallón.  Desde que te fuiste, no entiendo el lenguaje del mar.

Hay noches que la marea se compadece de mi pena y me arrulla con la nana desafinada y espesa que siempre durmió a nuestros hijos. Si me concentro escucho sus risas. Pero no, ellos no están, hicieron su vida lejos, así lo decidimos sabiendo que nuestro oficio se extinguiría. Pero los mejores fareros son siempre sus hijos, ¿no? ¿Recuerdas cuando divisaban la niebla por Touriñán? A seis millas y ya gritaban: «¡Que viene, que viene!» Y yo: «¿Quién?» Y ellos: «La niebla, mamá, enciende la sirena». Y solo cuando lo hacía se quedaban tranquilos, meus parruliños.

Un farero vive del faro y por el faro. Yo también. Me enamoré de él por ti y de ti por él. Por eso vivir sin uno de los dos me está costando tanto; más incluso que aquellas noches en Cabo Silleiro, cuando sobrevivía a base de arenques, temiendo que un tsunami de furia me sepultara a mí y a Galicia entera. Solo tenía veinte años, estaba sola e maginaba un futuro contigo. Hoy estoy sola y mi imaginación apenas alcanza a reconocer formas nuevas en las rocas. Intento hallar motivos en cada uno de los doscientos cincuenta escalones que subo una vez al día (hace años eran seis) hasta la luz. Pero me siento perdida; yo, que toda mi vida he guiado a otros.

Añoro la síntesis perfecta del mar en tus ojos: dos miniaturas azules profundas e inaccesibles. Llorabas poco o nada, qué vergüenza eso de llorar. Por eso yo disfrutaba del suero concentrado de cada una de tus lágrimas: las de mi primer parto, las de cuando murió tu padre, las de la tragedia del Casón en el 87… Nunca te lo he dicho, pero usé una namoeira para que me quisieras. La escondí en tu chaqueta, como manda la tradición, y luego me arrepentí. Quería que me quisieras por ser incorregible como era, no por llevar una flor granate en el bolsillo. Así que la saqué sin que te dieras cuenta y la lancé al mar.

Los navegantes ingleses marcaban este punto costero con una cruz roja. Pero en mi mapa mental siempre fue una fruta… Yo era tan solo una niña dispersa de excursión en Cabo Vilán, ¿recuerdas? El naufragio del Banora había convertido nuestra costa en un zumo de 1.600 toneladas de naranjas mal exprimidas. Los niños no dejaban de mirarlas y hasta se acercaban a recoger las que traía la marea, jugando a hacerlas rodar como balones o protegiéndolas como perlas sonrojadas por el abrazo del mar. Yo no. Aquella mañana yo solo miraba arriba, hacia el reflejo cegador del faro apagado.  Buscaba el flash (así llamaba yo a los destellos). Lo buscaba desesperadamente. Te buscaba a ti.

Hoy les recordaba esto del mar naranja a unos escolares, cuando una voz cantarina me ha interrumpido: «Ahí dentro hay un bicho enorme y loco que gira y escupe luz». Esa mella tan graciosa entre los incisivos, el pelo sudado y revuelto como después de un día de zarracina…Si lo hubieras visto habrías pensado lo mismo que yo: era igual que aquel niño al que enseñé a leer. De pronto me he trasportado a una de esas tardes mías de maestra, cuando les enseñaba a palillar sílabas. A él se lo he dicho: me recuerdas a un antiguo alumno. Lo que no le he dicho es cómo me partió el alma que años después se ahogara sin que yo pudiera evitarlo; que le fallara, como a tantos otros que siempre han dependido del bicho y su luz. Sí, ya sé que no puedo culparme por cada farallón accidentado ni por todas las lecturas erradas de cartas de navegación ni por las corrientes o la imprudencia de capitanes ebrios…Pero igual me siento culpable, tú me entiendes. ¿Te habré fallado también a ti? ¿Cómo podría haberte salvado?

Siempre creí que ser farero era una condición heredada, que teníais sangre de mar, como la realeza sangre azul, hasta que me explicaste que era más una cuestión de información: los fareros son los primeros en averiguarle a sus hijos las fechas para opositar. La primera vez que dieron cabida a las mujeres fue en 1969. Yo te pregunté qué te parecía y tú me dijiste «en los faros mandan las sirenas», y nos reímos. Pero en casa fue diferente: «¡Ti non estás ben da cabeza! ¡En una profesión de homes!»

Nos casamos antes del examen. «¿A qué huele?». «A faro». Entrábamos en abrigo, subíamos en camiseta y arriba, el calor de la luz y el deseo nos despojaba del resto… Así, aspirando pasión, gasoil, humedad y salitre, me deshice para siempre de mis dudas.

Aprobé tres años después. Dicen que fui la primera pero no es cierto, había dos más aquí y otras más fuera de España. Lo que sí parece es que seré la última de todas en ¿retirarme? ¿Es que alguien puede jubilarse del mar? La última mohicana de Costa Fisterra, me decían hoy…Quita, quita, yo solo soy la muchacha fascinada por los faros, la que consultaba el orto y el ocaso, pero nunca el reloj; mi tiempo era todo mar y amarte. Hoy las horas me pesan como toneladas de arena.

Pero mírala, la vida sigue, nunca hay dos puestas de sol iguales. Las gaviotas se niegan a acompañarme en el sentimiento y solo vienen a celebrar que respiran. Cada estación colorea a su modo los amaneceres y alfombra la orilla de objetos disparatados: una moneda, una muela, una calavera, una zapatilla… Veo a la belleza y a la muerte bailar un tango a diario, como la leyenda del pecio repleto de acordeones. No necesito imaginar como debió sonar aquel vaivén de fuelles, yo misma llevo un luto de acordeones por dentro. Ya sé, ya sé. Que no me ponga dramática, que al fin y al cabo tengo a «mi villano favorito». Villano, porque se llama y villano porque lo es. Un villano irresistible.

Antes los barcos estaban fuera y yo dentro. Ya no. Ahora sé que también yo soy un barco disfrazado de baliza que navega entre la costa de Laxe y Fisterra, entre la brétema de tus recuerdos y mi dolor. Por más que quiera irme no puedo. A mí ser farera me ha dado todo. Me quedaré hasta el final, aferrándome a la vida como un crustáceo a la roca, custodiando estas veintiocho millas náuticas de esperanza, aguardando que un día, en el breve intervalo de ocultación, me llegue también tu destello, esa luz magnética. El flash.

*Relato con el que obtuve el I Premio del Concurso Internacional de cuentos Puente Zuazo 2024, que organiza la Real Academia de las Ciencias, las Artes y las Letras de San Romualdo (San Fernando, Cádiz).

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