El palacio de las horas

En el recóndito pasillo de uno de los hospitales de la gran ciudad, se alza la entrada que conduce al Palacio de las Horas… Es una verja violeta, inesperada en medio de la concurrida colmena de cemento gris que la acoge. Pero aún más inverosímil es su interior: tras un pasillo que desemboca a sendos lados en un baño común y una cocina, se abre paso una larga estancia flanqueada por dos hileras de estrechas camitas de hierro. 

Recuerda el lugar a los orfanatos decimonónicos de las películas o a un viejo hospital de posguerra, sólo que con la estética de una guardería. Paredes coloreadas en tonos pastel, con dibujos de animales, pájaros y flores, endulzan la aséptica realidad del lugar y hasta hacen olvidar, por un momento, la suma de tres palabras difícilmente digeribles: Cáncer. Niños. África.  

Los enanitos del Palacio de las Horas, nunca más de 30, a juzgar por el número de camas, corretean por doquier. Sus edades oscilan entre los cuatro y los siete años y nunca han visitado ni visitarán otros reinos como el de la radioterapia o la quimioterapia o el trasplante, por ejemplo. No pueden permitírselo. Por eso permanecen aquí. 

El monstruo que les acecha, aunque a veces se enfurece y ataca duro, no consigue enturbiar sus sonrisas. Cuando no duele, es fácil ignorarle viendo los dibujos en la televisión que cuelga del techo de la alcoba, o jugando con sucias libretas, un destartalado camión y algunos cuentos. Todos esos pequeños juguetes que probablemente trajera algún que otro visitante en horas (más horas, siempre y sólo horas que se extinguen…) de visita. 

La primera vez, se limitan a observarte con curiosidad: la mayoría, risueños, otros, tímidamente ariscos. Pero a partir de las segunda, se te enganchan a las piernas y los brazos con sus frágiles tentáculos, se escapan, se esconden, te tiran de la blusa para que les hagas caso…  Y aceptan todas y cada una de tus caricias. 

Sorprendentemente aquí no huele a hospital, si acaso a polvo, y ellos,  un poco a pipí. Y a comida, especialmente cuando aparece el carrito diario que hace gritar a todos al unísono: ¡Chakula, chakula! 

Los habitantes del Palacio de las Horas casi siempre cenan judías pintas y puré. Caminan con sus pijamas viejos y descoloridos, algunos, solidarios, guiando a sus compañeros ciegos, y se sientan en las sillas bajitas de un pequeño comedor anexo para trastear con los platos.  Juegan, se pelean y se observan mutuamente las deformaciones tumorales con descarada naturalidad infantil. No siempre hay un mayor al lado para dar de comer a los más pequeños. El más gruñón, hoy es uno de los afortunados: su madre, bajo la chilaba negra y el pañuelo que le cubre casi todo el rostro, ha podido venir a visitarle. 

Hay un enanito de cristal cuya delgadez compite con los barrotes de las propias camas. Va en silla de ruedas. Su mirada es frágil, templada y profunda. Nunca sonríe, sólo observa. Y si te acercas para decirle algo en inglés, él, educadamente, con el señorío y aplomo de un anciano centenario, te susurra: “in kiswahili, please”. 

Otro de los habituales, invidente, lleva entre sus manos un peluche. Se ríe cuando le digo que es un conejito precioso. Después corre a colocarse de espaldas contra un armario, apoya su frente en él y se pone a chupar un candado, que no suelta por más que me empeño en disuadirle.

Y luego está la estilizada princesa, que regaña a los traviesos y cuida de los más menudos. Intuyo que es de las veteranas. Tiene unos siete años y sonrisa de azúcar. Le falta una pierna. Desautoriza por completo mi flequillo, así que, cada vez que voy, tengo que agacharme, ella me cede sus muletas y, en precario equilibrio coge mis horquillas y me despeja la frente. Luego me deleita con su voz angelical cantándome alguna canción infantil al oído. 

Hoy me sigue, callada y sigilosa, a todas partes y cuando por fin me doy cuenta de que la llevo detrás de la espalda, me pide que la acompañe. Quiere enseñarme su “dormitorio”, que está al final de la estancia. Pertenece a las últimas filas de camas que simplemente están separadas por un muro. El colchón tiene menos de tres dedos de grosor y lo cubre una única y rugosa manta oscura. Me pide que me siente. Debajo de su mesita auxiliar, tiene tres Barbies impecables, que aún no ha sacado de sus respectivas cajas.  Supongo que quiere conservar esa mágica sensación de estrenar algo, el olor a nuevo, las cosas que empiezan…. Así que sólo las mira, me las muestra con orgullo y las vuelve a colocar todas juntas y escondidas detrás de la mesa, para que ninguno de los otros enanos mayores, que son algo gamberros, se las quite o las rompa. Le pregunto si las muñecas se las han comprado sus padres, pero me dice que no, que fue un mzungu que pasó por allí. Ni siquiera sé si tiene padres. Observo que tiene mariposas de cartulina pegadas en la pared y pienso en las que vuelan libres, lejos de estas paredes. Le encantan las mariposas. Incluso lleva una en la camiseta. Y entonces se aprieta contra mí inesperadamente. Y nos quedamos así, sin más, sentadas las dos en la cama, respirando las horas de palacio. Abrazadas. 

Sólo permanecen en sus camas aquellos a quienes el monstruo ha decidido visitar. Si la pócima que lo mantiene alejado lo permite, convalecen plácidamente dormidos. Pero la pócima es cara y escasa, y raramente llega en las dosis necesarias. Es entonces cuando el monstruo la emprende con ellos y les castiga con dolor. A veces lo sufren en compañía de su familia. Otras veces toca acostarse en posición fetal, apretar las manos con sus uñitas llenas de mugre y llorar bajo la áspera soledad de sus mantas. 

Aquí no hay lugar para la esperanza, tan sólo para esperar. Y en África, el tiempo es lo de menos, porque al fin y al cabo, siempre estuvo aquí. Por eso en el Palacio de las Horas no hay relojes, sino horas. Las horas de la escuela a la que ya no asisten, las de las tardes bajo un cielo que ya no ven, las de las volteretas y cabriolas con un cuerpo que no duela, las de una mano materna que no siempre está porque a veces ni siquiera eso, desplazarse, está dentro de lo que puede permitirse. 

Y aún con todo, en esta pequeña cárcel de la alegría, muchos de estos enanitos resulta que están pisando por primera vez un suelo de baldosas, tienen por primera vez un plato caliente todos los días, se acuestan por fin en una cama de verdad y pasan el día jugando con otros niños en su propio paraíso infantil en el que dejar pasar la vida. 

Y la vida, en este palacio, no son más que horas que flotan en el aire, espesas pompas que se deshacen antes de poder siquiera rozarlas, como el futuro que nunca será. Algo imposible de comprender, casi incluso de soportar, cuando les miras a los ojos y te das cuenta que eso que los adultos nos empeñamos en buscar, el dichoso sentido de la vida, rebosa, qué estúpida paradoja, precisamente en sus ojos.

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