El Relojero

Cuando la gente contempla una playa desierta suele decir que el tiempo parece haberse detenido, pero si les preguntas por qué, responderán que no lo saben. O lo achacarán a la sensación de paz que, paradójicamente, es la misma que producen los muertos. Sin embargo… ¿Quién se atrevería a expresar en un cementerio la macabra obviedad de que el tiempo parece haberse detenido?

Fue él quien me contó esto. El mismo que acudía a diario a éste, su desguace favorito, para robarle al Tiempo unos cuantos puñados de eternidad. Le llamaban El Relojero pero jamás lo fue, ni se le conocía oficio alguno salvo quienes le adjudicaban un remoto pasado de lobo de mar. Los pocos que alguna vez vieron su casa, la describían como el excéntrico y abigarrado museo de un loco: había relojes de arena por todas partes, rudimentarios la mayoría, y en todos los tamaños posibles. Dicen que casi nunca dormía para poder darles la vuelta y asegurarse así de que jamás se detuviesen.

Yo le veía llegar todas las mañanas a la playa, con su gorra marinera y su saco de red repleto de los moldes de cristal, que iba llenando, uno por uno, con arena de las dunas. Cuando daba por finalizada su labor, volvía a colgarse el saco al hombro y desaparecía hasta el día siguiente. Nunca me atreví a decirle nada, hasta aquel día en que el extraordinario azul de sus pupilas me abordó por sorpresa: “Estás pisando un minuto”, me susurró, y yo, aunque perpleja, me aparté torpemente, mientras él reunía la arena amontonada alrededor de mi huella y la introducía en uno de sus relojes vacíos. Le pregunté si era una especie de coleccionista y entonces me mostró su malograda dentadura en un amago de sonrisa. “Soy más bien un ladrón de chatarra”, dijo. “Este cabrón viene a desparramar aquí todo lo que ya ha pasado, todo lo que ya no importa… Yo sólo me dedico a rescatar pedazos de tiempo muerto”.

Hoy vuelvo a mirar la misma playa donde conocí al Relojero. Dicen que murió rogándole al médico que alguien diera la vuelta a sus relojes o el mundo se quedaría sin memoria…

Imagino el transcurrir de la vida en forma de reloj gigante, con sus dos bulbos de vidrio conteniendo todo el tiempo del universo. Imagino al pasado cayendo por ese orificio estrecho, que nos engaña haciéndonos creer que no pasa tan rápido. Imagino todos los siglos, años, meses, semanas, días, horas, minutos y segundos caídos, yaciendo con la falta de prisa de los muertos. Y al Relojero, lanzándole un envite al Tiempo en su afán de mantener vivos los momentos gastados de la humanidad… Qué idea tan estúpida, ¿no?  Pensar que el tiempo, que se creía tan implacable, también tiene un lugar propio en el que morir…

Y que hasta el mar lo barre.

*Este relato estuvo incluido en «El Pincel del Tiempo», un catálogo pictórico literario en colaboración con la pintora María Jesús Marina y la diseñadora gráfica Ana Barra, que fue patrocinado por la Embajada de España y presentado en el Instituto Cervantes de Tel Aviv en 2008.

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